Santa Isabel

A comienzos del 2014 me embarqué en un carguero que cruzaría el Atlántico. El buque llevaba el nombre Paranagua Express pintado en su popa; recién más tarde me enteré que su nombre original era Santa Isabel. ¿Qué hacía yo, Isabella, arriba del Santa Isabel? No pensé en publicar este diario, que llevé con mayor dedicación y plagué con descripciones y estados de humor durante los primeros días de los veintisiete que duró la travesía, entre puertos de la costa y la alta mar del Atlántico.

Sólo puedo intuir las razones que me condujeron al Santa Isabel. Primero fue la curiosidad, una pregunta sensible por la distancia que separaba mis dos casas: el hogar paterno en Buenos Aires y el materno en Oberhausen. Hace unos días me crucé con la siguiente cita de Victoria Ocampo en La mujer y su expresión (1936) que dice: “He visto siempre en el Atlántico un símbolo de la distancia que me ha separado de seres y cosas queridas. Si no era Europa, era América lo que echaba de menos.” Bueno, es algo así. Es estar cerca y lejos al mismo tiempo. Ni acá ni allá, ni afuera ni en casa, en una especie de suspensión afectiva que se debate entre refugios. Pensaba el viaje, entonces, como una expedición para descubrir las sensaciones de “cruzar el charco” con la expectativa de que el océano albergara una revelación. 

Hice el trayecto Alemania-Argentina y viceversa muchísimas veces desde que nací, pero en avión. Primero fue visitar a mis abuelos y a mis tías en el Ruhrgebiet (aglomerado urbano en torno a la explotación del carbón en el valle del río Ruhr); luego, cuando nos mudamos a Herbern, volvía a Buenos Aires para visitar a mis abuelos paternos; mis padres se divorciaron, volví a la Argentina y entonces me tocaba visitar a mi madre en Oberhausen; egresé de la facultad y me fui a vivir a Berlín, ahora tocaba visitar a mi padre, y así... Quería materializar esa distancia, saborearla, padecerla, odiarla (aún más), amasarla y plegarla sobre sí misma; quería un asado y sirenas cuando cruzáramos el ecuador.

También buscaba un paréntesis, una pausa, una monotonía extrema: agua, horizonte, baranda. Hoy –pensándolo, repasándolo– creo que fue una forma de postergar la vuelta, de demorar el futuro. El aislamiento obligatorio durante el otoño 2020 devolvió mi cuerpo a ese lugar y tiempo, busqué el diario, una bitácora muy hermosa con hojas marmoladas azul y turquesa claro, y me sumergí.





30 de enero
Dock Sud, Puerto de Buenos Aires, Argentina

¿Qué hago acá? Mi mente en blanco. Quiero vomitar y mear y gritar y llorar. Llorar mucho. 26 varones y una mujer, yo. Tuve que entregar mi pasaporte.

Me acaban de instruir sobre las medidas de seguridad. Los containers con rótulo de peligrosos, me cuentan, transportan perfumes y airbags. Pueden estallar.

Descripción de la cabina: mide aproximadamente 5 x 5 metros. Las paredes están revestidas con algún material plástico de módulo de 60 cm blanco. Del lado derecho hay un mueble de madera laminada (Birke) con seis cajones de distintos tamaños. Uno con llave, otro bien profundo para zapatos. Un espacio para colgar sin puerta: dos ganchos y un barral. Un placard con dos puertas, en su interior una heladerita enchufada. Sobre esa misma pared están empotrados dos parlantes marca Philips y un velador dorado con base plástica color marrón símil madera y pantalla cremita. Sobre un escritorio hay un individual de goma negra para evitar que el teléfono y el vaso se deslicen, un equipo de música de la misma marca (tiene radio, CD, mp3, puerto de USB), un DVD Panasonic medio viejo y una tele Grundig. Por último, hay una hoja que nombra los integrantes de la tripulación y los números de interno para comunicarse con la cocina, el puente, el capitán, la sala de máquinas, el gimnasio, los salones de recreación, y mis cosas que de a poquito voy sacando de mi valija armario. Me siento sobre una típica silla escritorio, pero sin rueditas. Tiene tapizado naranja, como todas las superficies acolchonadas del barco. Apoya sobre una alfombra beige sin manchas aparentes. El cielorraso es metálico: módulos de 30 cm con separaciones de 2 cm… Las descripciones del baño, la cama y todo el resto vendrán más adelante; por hoy, me aburrí. Es hora de comer.

En el comedor tengo un asiento asignado. Todos tienen uno y se reparten por rangos de jerarquía. A mi me toca “invitada especial del capitán” y me siento a su derecha. El capitán en la cabecera, el primer oficial a su izquierda, enfrente mío, a su lado el oficial segundo, el ingeniero en jefe, el ingeniero segundo y el tercero. De mi lado, el oficial tercero, el electricista en jefe. El resto de la tripulación tiene otro comedor, que se conecta con éste a través de la cocina. El volumen de la conversación es muy bajo y hablan para delante, no se entiende bien entre quienes. Comieron y se fueron. Terminé mi plato en una mesa para veinte personas sola.

Al volver a mi camarote, me pierdo. Cada nivel parece idéntico, la luz es bien blanca y fuerte, las puertas iguales. Lo encuentro y me encantaría encerrarme en él, poner la traba, pero está prohibido. El aire acondicionado está al mango y juego abrigada al Free Cell y al Spiders en mi compu.


31 de enero
Puerto de Montevideo, Uruguay

En el puerto tengo internet, aprovecho para mandar fotos, avisarle a mi viejo que los marineros no parecen una amenaza y descargar mis mails. Un newsletter presenta una antología de una poeta cuyo título es: “To look at the sea is to become what one is.” Listo, tengo veinticinco días de autoexploración existencial… Se adelantaron las agujas del reloj por una hora.


1 de febrero
Llegando al puerto de Río Grande, Brasil

No paro de dormir. Se me cierran los ojos mientras leo, mientras miro por la ventana, sentada a estribor. Debe ser por la poca comida y el balanceo constante de las olas. Mache ich meine Reise besser oder lieber unbewusst im Schlaf?

El Santa Isabel se construyó en el 2001, tiene 300 metros de largo y 40 metros de ancho, una capacidad de carga de 77900 toneladas y una velocidad máxima de 24 nudos. La cubierta es el nivel cero del barco, hacia abajo (ocho niveles) y hacia arriba (siete niveles) se apilan containers. Camarotes, salas de uso común, zonas de control y plenos de instalaciones se encuentran en una torrecilla en la mitad posterior del barco que ocupa casi todo su ancho y unos diez metros de profundidad. Cubiertas intermedias, escaleras hacia la popa y un ascensor conectan el puente con la sala de máquinas principal. El puente es la zona de comando que corona la torrecilla, sobrevuela los containers y tiene todos los instrumentos de navegación y comunicación. Junto a cartografías marítimas y herramientas de medición analógica, se guarda otro tesoro: la videoteca. Una mitad son películas porno y las otras una predecible mezcla de películas de acción, clásicos yanquis y recitales –grabaciones en vivo de Shania Twain, Shakira, ACDC o Rammstein. Es el capitán quien lleva el registro de préstamos.




En el puente, el primer oficial y teward le dan dramatismo a la escena. El timón se reduce a una pequeña bola, igual a esos mouse trackball, que en forma digital determina el curso de navegación. En caso de emergencia, hay un mini-mini-timón (más chico que el volante de los Daytona) entre los dos asientos.



2 de febrero
Puerto de Río Grande, Brasil

Los puertos no son todos iguales, pero sí todos le quedan chicos a las bestias como el Santa Isabel. Demasiado mole para maniobrar solito, una lancha lo busca y lo acomoda en su amarra.

La comida de hoy es un reto al arte culinario: fideos bolognesa con tres arrolladitos primavera. Durante la comida los ingenieros polacos me cuentan de los filipinos.

La tripulación marinera en este tipo de trayectoria y empresa viene de las islas Filipinas o Kiribati, donde Hamburg Süd inauguró academias hace varias décadas. Los kiribatis, que viven en el medio del Pacífico en la llamada Isla de Navidad, acostumbrados a otras comidas libres de grasa, pescado y frutas básicamente, no sólo tienen problemas de sobrepeso una vez que pasan meses embarcados sino que también les salen quistes en distintas partes del cuerpo. Los marineros residen y trabajan mínimo diez meses seguidos (la mayoría lo extiende al máximo permitido de dos años) en el barco y ganan entre 700 y 800 dólares al mes, dinero que, como pueden, envían a sus familias regularmente. Ellos se dedican exclusivamente al manejo de carga, limpieza y cocina. Los que navegan el barco, en cambio, son los altos rangos. No suelen permanecer más de tres meses corridos en tránsito. Los pasantes alemanes, que estudian navegación, esgrimen con una sonrisa la razón de su elección profesional: es el salario.

Hay algo que los polacos no me quieren contar, en realidad quieren y no quieren al mismo tiempo. Son las historias de prostitución y drogas. Pregunto e insisto, pero finalmente callan. Entiendo que alguien hace no tanto tuvo una sobredosis en este buque.


3 de febrero
Navegando paralelo a la costa rumbo al puerto de Santos, Brasil

En una clase de planeamiento urbano en la FADU (Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires), el jefe de cátedra, en una de las pocas teóricas que tocó temas de logística y urbanidad a escala planetaria transnacional, expuso que había barcos fábricas, donde entre la carga en el puerto A y la descarga de manufacturas en el puerto B se producían los bienes. Así, las empresas evaden impuestos y explotan trabajadores. Tan ingenua como me criaron, me impresionó y fue raro escuchar esas realidades en FADU. Desde ya, que el Santa Isabel no era un barco fábrica y no logré comprobar lo que decía mi profesor, pero es lo más cercano disponible.


4 de febrero
Navegando paralelo a la costa rumbo al puerto de Santos, Brasil

¿Por qué la baranda se empecina en tapar el horizonte?


5 de febrero
Puerto de Santos, Brasil

Estoy cansadísima. Hoy fui turista en Santos. Por la mañana desembarqué. Mientras bajaba con muchísimo cuidado y atención por esa escalera angosta, larga y muy empinada, que desenvuelven en cada puerto, sentía las miradas de los operarios portuarios vigilando cada paso. Me gritaron cosas que en portugués suenan mejor. La ciudad de Santos se ubica en la isla de San Vicente y para llegar al casco histórico y al centro hay que cruzar el estuario que la separa del puerto de carga, donde amarramos, y que es el puerto más grande del Brasil que conecta a San Pablo con el mundo. Cruzamos en una balsa. Un ingeniero, mayor, con una camioneta se ofreció a llevarme al centro una vez del otro lado. Accedí, quizás porque se parecía a mi viejo o porque soy totalmente inconsciente, y le pedí que me llevara al cementerio. Había leído en un artículo de Zaera Polo que en esa ciudad desconocida se encontraba el edificio cementerio más alto del mundo. El viejo se sorprendió y me llevó, fue muy amable y me advirtió sobre todos los otros hombres que no eran él.

Sobre ese cementerio quiero escribir algo, algún día. Un hotel de lujo entre morros con una vista alucinante, algunas paredes cubiertas de hollín y un exceso de flores de plástico en un clima donde en verdad crece de todo.


8 de febrero
Océano Atlántico

Cuando el buque no está en puerto y no hay que cargar ni descargar containers, el trabajo se reduce notablemente y surge el tiempo libre. Santos fue el último puerto de la costa americana antes de emprender el gran cruce atlántico. Dejaron libre todo un módulo para armar la canchita y organizar un torneo de fútbol. Me pidieron que al equipo ganador le entregue la medallita y los honores, un beso en la mejilla, pero me desentendí. A la noche hubo una parrillada, al fin pescado fresco...



Campeonato de fútbol para celebrar el cruce de la línea del ecuador. >>>



10 de febrero
Océano Atlántico

En el barco reina el anonimato. Las personas se llaman por su rango. Los nombres se ignoran como si fueran a inmiscuirse con los protocolos de seguridad en caso de una emergencia, ya sea la rotura de un container, un incendio o una tormenta fuerte. Cada persona ocupa un rol, no se espera personalidad sino calculada acción colectiva. La tripulación tiene turnos y va rotando: si Alfredo hace una tarea a la mañana que luego cumple Pedro a la tarde lo más operativo es que ambos respondan simplemente a Steward. El cocinero es Cook, Cookie para los amigos. A bordo se habla en inglés.

Cookie, a su vez, es una estrella del karaoke, mentira, es el hada madrina del Santa Isabel. Nos da de comer, de beber y nos canta. A la noche, en la sala de recreación, deleita con su repertorio pop. En esa sala hay tres cosas clave: una computadora, que vía satélite y dos contraseñas permite mandar mails, un metegol y la tele conectada al karaoke. Las tardes se pasan acá, en la cubierta D.

Sigo en la mitad del Atlántico, pero en algún momento extraordinario del día, me dicen, nos encontramos en el punto infinitésimo entre los puertos de Buenos Aires y Hamburgo. 


11 de febrero
Océano Atlántico

Hoy el viento está muy fuerte y el reloj se volvió a adelantar una hora. Siempre en movimiento, es evidente; hace dos semanas que cada vez que amanezco recorrí 160 millas (300 km) mientras dormía… Por la mañana el agua es plateada y por la tarde dorada.


12 de febrero
Océano Atlántico

El horizonte se desdibuja, la línea se rompe. Son los vientos, que corren del este al oeste, con fuerza desde el desierto sahariano. La arena en la atmósfera hace parecer todo transferible. Dicen que el costado derecho del barco (en este caso es estribor que mira al este), se tiñó de color arena. No me alcanza la fuerza para abrir la puerta a la cubierta por la intensidad del viento.


14 de febrero 
Océano Atlántico

Son las 10:45 de la mañana y estoy en algún lugar entre Marruecos y las Islas Canarias; sólo veo mar. Estoy en la cama, tapada, hace dos días empezó a hacer frío y la climatización aún no fue adaptada.

Los ingenieros trabajan en turnos de nueve horas en lo más profundo del barco. En la sala de máquinas, zona restringida, hacen cincuenta grados de calor y el aire escasea. Sus pisos son verdes, las paredes blancas y los escalones amarillos. Un día bajé: primero llamé a los ingenieros para averiguar si estaban ocupados, me dijeron que no, luego marqué el interno del puente para avisar que bajaba. No aguanté más de veinte minutos, la falta de oxígeno me dio náuseas.

Confesiones: me comí todos los alfajores que llevaba de regalo; amo que la cama me hamaque; me pongo mal cuando me pierdo un atardecer en la cubierta. Hice todo bien y no dejé de mirar el mar, pero no creo saber “what one is”... Difícil, che. Sin embargo, es cierto que el mar me tranquiliza mientras que el mapa me desconcierta. La distancia no se siente en el agua ni en el correr de los días ni en el sutil y paulatino cambio de temperatura y luz, que en todo caso sólo logra intuirla. El mapa, en cambio, agranda el mundo aunque el trayecto se mida en pocos centímetros. Me aterra pensar en esa línea más o menos recta que describe nuestra ruta. Más o menos inquebrantable. Más o menos unidireccional. 


16 de Febrero
Puerto de Tánger, Marruecos

El agua del estrecho de Gibraltar tiene dos colores. Se dice que acá hay tiburones blancos por la cantidad de tierna comida: carne de ahogados (¿refugiados?).



Tánger, único puerto en el que me prohibieron desembarcar. Alarma nivel 2.



18 de febrero 
Océano Atlántico


El barco se está moviendo mucho. Su oscilación recorre una curva de diez grados hacia cada lado. Los libros en los estantes van de un lado hacia el otro.


19 de febrero
Golfo de Vizcaya

El agua es increíble.


20 de febrero
Puerto de Rotterdam, Holanda

Hoy el signo de Mc Donald’s me devolvió a mi barco. Estaba perdida en el puerto de Rotterdam, no encontraba a mi Santa. Lugares hostiles los puertos si los hay. Era de noche y lloviznaba, autopistas y estacionamientos de camiones. Camioneros durmiendo en sus camiones. La M mayúscula y amarilla brillando fuerte me fue llevando a una zona más urbanizada. En una pescadería había gente, entré, pregunté, una pareja amante de la Argentina (por el tango y la carne y Máxima) gentilmente me llevó hasta mi atracadero en auto. Caminando nunca hubiera llegado.


21 de febrero
Río Támesis, Inglaterra

Hace una hora estamos remontando el Támesis, es ancho y me hace pensar en el Río de la Plata. De a poco aparecen las grúas al lado de viejas chimeneas de ladrillos. En los otros puertos todo parecía más nuevo. Las sucesivas mudanzas de los puertos, cada vez más lejos de los centros, que escapan la ciudad.


23 de febrero
Mar del Norte 

Últimas 24 horas. Acabamos de tirar ancla, ya tengo señal en el teléfono, internet todavía no, pero puedo mandar mensajes.


24 de febrero
Río Elba, Alemania

La llegada se posterga. Caos y embotellamiento en el puerto de Hamburgo. Voy deambulando por el barco parado, me puse el único abrigo que llevaba conmigo: un tapado que tengo desde los diez años que parece una alfombra con una boa bordó como terminación. Quiero hacer un último recorrido exhaustivo, tocar cada baranda, subir cada escalón, subir por babor bajar por estribor. Mientras tanto, me buscan en mi camarote. La aduana (asumo que vinieron en lancha para agilizar los trámites en el puerto) esperan que aparezca, tiene prohibido entrar a mi cuarto en mi ausencia. Pero no me encuentran y no me revisan. No me revisaron nunca, en ningún puerto, ni al embarcar ni al desembarcar.


25 de febrero
Puerto de Hamburgo, Alemania

Un día más. Una despedida larga. No terminé de describir mi camarote.