ANTIFÁN
por Emilio Galdós
Desde chico Javier Martínez pensaba que todos menos él eran idiotas, y había un grupo al que odiaba más que al resto: los que se fanatizaban con un artista, un libro o una película. Sin embargo, el rencor con el que había cargado siempre se profundizó una tarde de diciembre, mientras cursaba el segundo año de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido. Había llegado el día en que cada grupo debía presentar el corto producido durante el cuatrimestre. Como de costumbre, Martínez no había conseguido cuatro personas que quisieran compartir su tiempo con él, así que una vez más debió hacer el trabajo solo. Un par de días antes de la presentación, Federico Díaz, el único compañero que, con una mezcla de lástima y culpa, le dirigía la palabra, se acercó a preguntarle cómo iba con su trabajo a la espera de una respuesta rápida y concreta, pero Martínez, que siempre consideraba lo suyo mucho mejor que lo de los demás, dio como respuesta una copia del guión para que pudiera disfrutarlo de antemano. Por no saber cómo negarse, Díaz terminó por llevarse a su casa el fajo de papeles.
Cuando llegó el turno de Martínez la clase ya terminaba, así que sus compañeros se levantaron y se fueron. Los profesores lo aprobaron con la nota mínima, sin darle demasiada importancia, y él salió furioso, directo a la parada del colectivo, donde vio a un compañero con el que nunca había hablado pero aún así Martínez, incapaz de entender qué pasaba, le preguntó por qué todo el mundo se había ido antes de que él terminara su presentación. El chico dijo que ya sabían el final de su corto y se subió al colectivo sin darle más detalles. Sólo había una opción: Federico Díaz, lleno de envidia y de celos, habría repartido su obra maestra entre los demás grupos. Humillado y harto de lidiar con esa clase de personas, aquella tarde Javier Martínez decidió abandonar la carrera para siempre.
Al cabo de un tiempo consiguió un trabajo administrativo en el centro de la ciudad, por lo que todas las mañanas empezó a tomar el colectivo 111. Enseguida advirtió que una chica siempre se sentaba en la segunda fila con un larguísimo libro de JJ Bates. Martínez la imaginó fanática de su obra porque tenía entre manos el séptimo tomo de la saga. Él, que detestaba la literatura barata y comercial de Bates, tuvo una idea ilógica y estúpida para vengarse no sólo de sus compañeros de cursada sino de toda la Humanidad. Al salir del trabajo compró la novela y usó cada rato libre, incluidas un par de noches enteras, para leerla antes del fin de semana. El viernes se tomó el colectivo como todos los días y vio que la chica ya estaba cerca de terminar el libro. Martínez tocó el timbre, y justo cuando las puertas se abrieron gritó: “La señorita Mason es una impostora, no está enamorada de él y todo este tiempo trabajó para la CIA”. Alcanzó a ver que la chica sacaba la cabeza por la ventana y le gritaba un insulto que para él era un trofeo, por lo que anotó en un cuaderno la fecha y la línea del colectivo. Ahora debería buscar otra forma de llegar desde su casa en la Chacarita hasta el trabajo, pero eso era lo de menos.
En los siguientes tres años, Martínez se dedicó a completar su cuaderno hasta acumular algo así como veinte líneas de colectivos, todas las de subte y hasta un vuelo de cabotaje en el que hizo enloquecer a un inglés que terminó detenido por la Policía Aeroportuaria. Según sus cálculos, ya eran alrededor de cincuenta y cinco las personas a las que él había desprovisto de la sobrevalorada sorpresa del final. Estaba tan orgulloso de su tarea y del bien que le hacía a la Humanidad que en algunas ocasiones llegó a correr peligro, como cuando un enloquecido pasajero de subte logró trasponer la puerta del vagón y perseguirlo durante un rato, hasta que pudo escapar entre la multitud que en hora pico tomaba la línea C.
Javier Martínez sabía que lo único valioso en su vida eran el cuaderno y su conocimiento de cine y literatura, pero hasta entonces no les había sacado provecho. Harto de un trabajo que odiaba y de unos compañeros sin talento de ningún tipo, durante meses se dedicó a pensar en cómo vivir de lo que lo apasionaba hasta que, con la aparición de los blogs, decidió crear uno en el que, bajo un nombre de fantasía, comenzó a reseñar cada película que se estrenaba. Con sus aires pretenciosos y soberbios y sus críticas despiadadas, en poco tiempo logró acaparar la atención de más y más público y, a pesar de que era alguien despreciable y de que no se le conocía la cara, o tal vez gracias a eso, se volvió uno de los analistas de cine más influyentes de Internet.
Unos años más tarde, Martínez revisaba las noticias de espectáculos sin demasiado interés hasta que un titular lo dejó un largo rato quieto frente a la pantalla: Federico Díaz, el director de la nueva entrega de una exitosa saga de terror, volvía a su país natal para la presentación de una obra reciente. Aunque Martínez estaba al tanto del éxito de Díaz en Estados Unidos como productor y asistente de dirección, no pensaba que le darían semejante responsabilidad en tan poco tiempo. Sin embargo, no sintió celos ni enojo, sino por el contrario una gran alegría. Por fin llegaba su oportunidad de una venganza perfecta, el broche de oro para un tiempo lejano pero también hermoso. Desde hacía mucho él guardaba su cuaderno y había llegado a pensar en quemarlo, así que se pasó la tarde entera buscando entre viejos cajones y armarios hasta que lo encontró. Era la hora de escribir una nueva página.
Llegó bien temprano al hotel donde se alojaba su antiguo compañero, a quien pronto distinguió entre una pequeña multitud: era el mismo Díaz al que él había considerado su amigo, la persona en la que había confiado y que lo había traicionado de una forma imperdonable. Martínez debió acercarse entre codazos y empujones; cuando se plantó a pocos metros Díaz lo reconoció y, con una mezcla de sorpresa y de culpa, se quedó sorprendido unos instantes hasta que lo abrazó y le dijo al oído que no podía creer que fuera él, que tenían que encontrarse, que podía explicarle bien cómo habían sido las cosas. Martínez ensayó una mueca con la que no parecía guardarle rencor y le dijo que ya no importaba, que ahora se había vuelto crítico de cine y sólo quería ver su película. Díaz le dijo que se alegraba de verlo bien, y que por supuesto estaba invitado al preestreno oficial para la prensa; luego se despidió mientras, arrastrado por la gente de seguridad, le pedía perdón a él y a los muchos fanáticos a su alrededor.
Aunque en la sala sólo había invitados especiales y periodistas, apenas la película terminó el público entero estalló en aplausos. Martínez debía reconocerlo: además de un éxito de ventas, la nueva creación de su antiguo compañero era una obra maestra. Para poder acercarse a saludar a Díaz debería esperar que el interminable grupo de gente se dispersara así que, en lugar de eso, se apuró a salir y tomó el primer taxi libre para volver a su casa. Una vez ahí, agitado y nervioso, ni siquiera se preocupó por comer o tomar algo y se pasó la noche entera dedicado a escribir la nota. Con las primeras luces del día la publicó y se acostó a dormir. Cuando despertó, ya volvía a oscurecer; bajó a comprar algo, y mientras hacía la fila en un kiosco escuchó lo que se decían unos chicos: ese bloguero tarde o temprano tendría que aparecer. Para no tener que esperar que le cobraran, Martínez devolvió la gaseosa y corrió de regreso a su casa: las redes estaban repletas de mensajes en los que se pedía la verdadera identidad de la persona que les había arruinado el estreno más esperado del año y que no sólo había adelantado el desenlace de la película sino que la había destrozado, así como a su director, con argumentos repletos de mentiras y saña y una por demás injusta puntuación de tan sólo una estrella.
Pasaron algunos días de calma en los que Martínez no actualizó su blog y en los que vio cómo, a causa de las miles y miles de visitas recibidas en tan poco tiempo, las publicidades se multiplicaban. No sólo había logrado destrozar la película de Federico Díaz sino que además había hecho mucho más dinero que en los últimos meses. Martínez pensaba que para afirmar sus hipótesis sobre la película debía volver a verla, de modo que se dirigió al mismo cine del preestreno. Cuando terminó se quedó un rato de brazos cruzados mientras por dentro se reía de los idiotas que estallaban en aplausos como si estuvieran frente a un nuevo clásico del cine. Al salir de la sala, empezó a caminar en dirección a su casa y después de unos metros le sorprendieron un par de rostros que le resultaban apenas familiares. Quiso recordar pero no estaba seguro de dónde los conocía hasta que, un par de cuadras después, volteó la cabeza y vio que los tenía casi encima. Para cuando quiso escapar ya era tarde, serían unas veinte personas las que lo rodearon y empezaron a pegarle hasta hacerle perder el conocimiento.
La noticia no tardó en llegar a la prensa, que investigó en profundidad el origen de la pelea y el rencor de Martínez: la tapa de los diarios más importantes del país hablaban de la violenta personalidad de Federico Díaz que, tantos años después, había derivado en el ataque a un viejo amigo por parte de sus fanáticos. Ahora la vida de Martínez pendía de un hilo y la clínica se reservaba el pronóstico del paciente. Aunque Díaz podía entender el enojo de su antiguo compañero, nunca había llegado a contarle la verdad: él no había entregado el guión al resto de sus compañeros, sino que ellos lo habían encontrado entre sus papeles y lo habían repartido sin su consentimiento. Ahora ya era tarde así que Díaz, tan rápido como pudo, fue a ver a Martínez a la clínica. Al llegar, le informaron que debía retirarse ya que por su estado el paciente no podía recibir ninguna clase de visitas. Fue dado de alta un tiempo después, cuando la noticia ya no le importaba a nadie. Algunas versiones dicen que se mudó a un pueblo donde trabaja en un diario local, en el que en la sección de espectáculos, y bajo un seudónimo, usa argumentos disparatados y poco lógicos para justificar la máxima valoración de cinco estrellas que reciben todos y cada uno de los estrenos.
Emilio Galdós nació en 1989, en Olavarría. Asiste desde hace cuatro años a los talleres de escritura de Diego Paszkowski. Participó en las antologías de relatos Letras y Deportes, editado por Clásica y Moderna, y Letras y Cine, editado por Azul Francia.